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Mi nombre es Elend. Winter. En realidad no, pero prefiero que me conozcáis por ese nombre.
Sí, Elend.
Escribo bastante, a veces para plasmar esas ideas que explotan en mi cabeza como fuegos artificiales;
a veces para simplemente saciar al papel en blanco, y darle vida, forma, y color. Me encantan las galletas. Por eso espero que me dejéis bastantes :) (comentarios)

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Y díjole que quería seso,
más no vigor ni fortaleza.


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Biografías a partir de una imagen (I)
miércoles, 29 de septiembre de 2010 12:14


Eredith Landreoutt nació en el año 1813, en Estrasburgo, al nordeste de Francia. Nació en una pequeña casa a las afueras de la ciudad, junto a un molino y un río. Su padre cultivaba una viña y poseía una bodega repleta de los más exquisitos vinos.
Eredith solía bajar a jugar, por lo que su pelo acababa con un fuerte olor a vino dulce, o a veces, a vino fuerte. La madre de Eredith, era ama de casa y luchadora frente a la defensa de sus ideales. Cuando iba al molino, Eredith le acompañaba; cuánto le gustaba aquel molino.

Eredith era alegre, aunque pocas veces mostraba su sonrisa a la gente. Sus mejillas se llenaban de un rubor rosa mosqueta que escondían sus más tímidas sonrisas haciéndolas las más dulces en ella.
Lo que más le gustaba a Eredith, sin duda era meter las manos en el caramelo derretido. Le gustaba cómo esa sustancia viscosa acariciaba sus dedos, y se apegaba a ella como si la necesitase. También disfrutaba yendo al río, sumergiendo sus pies en el agua, mientras intentaba pescar pez alguno. Nunca consiguió nada, pero eso a ella no le importó. Le gustaba aquello, y en eso ella no podía ganar, ni perder nada.
Poseía infinita curiosidad por el café, ansiaba probarlo y degustar su sabor. Juró que algún día, lo probaría.

Cuando cumplió la edad de 18 años, sus padres murieron en un incendio, y  su pequeña casa, el molino, y el río cercano no fueron vistos ni habitados jamás por Eredith de nuevo.
Eredith fue adoptada por una familia adinerada, a la que no le gustaban ni los molinos, ni los ríos, ni mojar los dedos en el caramelo derretido o en el agua. A ella no le gustaba aquella casa. Lo que sí disfrutaba era el café. ¡Qué exquisito sabor había perdido su paladar durante tanto tiempo! Le gustaba mezclarlo con todo: con flores, con especias, con esencias, con otros cafés...hacía mejunjes extraños que era sabores nuevos y totalmente desconocidos para ella. Aquellos sabores la internaban en un mundo nuevo, en el que existía el olor a caramelo en el aire y el olor de los más dulces vinos en los más pequeños ríos.

Los dueños de aquella gran casa en la que vivía, habían decidido con qué hombre tendría que casarse Eredith. Aunque ese hombre no hacía palpitar el corazón de Eredith, ni la hacía imaginar su voz susurrándole palabras de amor al oído. En frente de donde vivía, allí, en lo más profundo de una pequeña tienda, siempre había unos ojos observándola. A veces Eredith respondía a esos ojos, y era entonces cuando éstos se avergonzaban y dirigían su mirada hacia otro lugar. El dueño de aquellos ojos era un joven que ayudaba en la tienda. Aquella tienda era muy especial para Eredith. Vendía cafés, todo tipo de cafés. Cafés del note, cafés del sur, cafés de los más frondosos territorios y los más frescos parajes. Siempre se escapa un rato de sus obligaciones, para observar los diferentes tipos de cafés que había. Aunque en realidad, iba a la tienda por aquel joven dueño de los ojos que la observaban.
Nunca habló con él, más no necesitaban las palabras. Aquellos ojos la hacían suspirar haciendo que su corazón se estremeciera y el tan dulce rubor de ella apareciera en sus mejillas.

Aquel hombre ancho de hombros y de rostro serio no hacía que ella se ruborizara ni nada parecido. Ella deseaba que nunca llegara el día en el que debía casarse con aquel hombre. Ella quería atrapar el tiempo entre sus manos, y seguir degustando cada uno de los miles de cafés que aquel joven reservaba, sólo para ella.
Pero por desgracia, eso sólo ocurrían en las novelas más fantasiosas que ella leía, en las que se sumergía e inventaba un mundo a partir de ellas. A veces deseaba poder poseer la magia, y hacer que el mundo se llenara de un olor a café, vino y a caramelo. Que cada nube estuviera estampada por los ojos de aquel joven, y que las flores más pequeñas crecieran gracias al efímero rubor de sus mejillas.

Durante los ocho años en los que estuvo casada por aquel hombre, no tuvo ningún hijo, pese a los esfuerzos de aquella familia de poseer descendencia. A ella no le importaba en absoluto aquello; sólo quería seguir atrapada en aquel ambiente y seguir tomando sus mismos mejunjes de café de siempre.

Eredith, sin embargo, no vivió mucho más.
El 28 de Junio de 1840, justo a las 18:15 de la tarde, en el aire se podía percibir un olor nuevo; uno a canela quemada, y...a [i]caramelo[/i]. En ese justo momento, el mundo entero que Eredith había creado en sus pensamientos, sabía que nunca más disfrutaría el aliento del vino, ni el del caramelo, ni siquiera el leve rubor de sus mejillas. En ese justo momento, Eredith murió.

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